Descanso, aislamiento, oscuridad, angustia. Igual que un pozo.
Templanza, esperanza, ánimo, espíritu. Igual que un grito.
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Siempre he pensado que cuando sea rico, querré tener un templo griego. Con columnas jónicas o dóricas o como coño se llamen esas de las vueltecitas a los lados de cuatro metros de alto. Estaría iluminado con antorchas muy rudimentarias, madera y llama y a arder, que le darían cierto aire lúgubre.
Contrataré tres o cuatro sacerdotisas que estén buenas para que enciendan deliciosas barritas de inciensos aromáticos hindús. Al fondo habrá una gran estatua en honor a algún dios, aún no he decidido a cuál. También habrá esculturas más pequeñas de Aquiles, de Orfeo, de Ulises y algunos más. Y jarrones con pinturas de las musas y ninfas, que siempre lucirán como recién creados.
Y yo entraría lentamente, en una gran ceremonia silenciosa y austera, lánguidos mis pasos pero certeros, el cuerpo derrotado. Entraría y mis converse harían un ruido seco con la suela de goma, y me pondría la capucha de la sudadera en la cabeza y bajaría los ojos hacia el suelo. Me dirigiría al fondo, a la izquierda de la gran estatua, y me sentaría a su lado, en un rincón oscuro donde no llegara la luz tenue de las antorchas.
Doblaré las rodillas y las rodearé con mis brazos en un intento desesperado de empequeñecer o hundirme en la piedra, fría como el hielo, en la que me apoyo. Al cabo de un rato encendería un cigarro, con las piernas estiradas, la cabeza apoyada en la pared, como si me hubieran dado una paliza en un callejón.
Observaría el correteo de las sacerdotisas de un lado para otro, me levantaría, haría bromas sobre sus sandalias desabrochadas, me abrirían sus corazones y piernas. Reirían como gallinas. Yo sonreiría y les alegraría el día. Tomaría una bocanada de aire con aroma lejano y volvería a casa.
Contrataré tres o cuatro sacerdotisas que estén buenas para que enciendan deliciosas barritas de inciensos aromáticos hindús. Al fondo habrá una gran estatua en honor a algún dios, aún no he decidido a cuál. También habrá esculturas más pequeñas de Aquiles, de Orfeo, de Ulises y algunos más. Y jarrones con pinturas de las musas y ninfas, que siempre lucirán como recién creados.
Y yo entraría lentamente, en una gran ceremonia silenciosa y austera, lánguidos mis pasos pero certeros, el cuerpo derrotado. Entraría y mis converse harían un ruido seco con la suela de goma, y me pondría la capucha de la sudadera en la cabeza y bajaría los ojos hacia el suelo. Me dirigiría al fondo, a la izquierda de la gran estatua, y me sentaría a su lado, en un rincón oscuro donde no llegara la luz tenue de las antorchas.
Doblaré las rodillas y las rodearé con mis brazos en un intento desesperado de empequeñecer o hundirme en la piedra, fría como el hielo, en la que me apoyo. Al cabo de un rato encendería un cigarro, con las piernas estiradas, la cabeza apoyada en la pared, como si me hubieran dado una paliza en un callejón.
Observaría el correteo de las sacerdotisas de un lado para otro, me levantaría, haría bromas sobre sus sandalias desabrochadas, me abrirían sus corazones y piernas. Reirían como gallinas. Yo sonreiría y les alegraría el día. Tomaría una bocanada de aire con aroma lejano y volvería a casa.
Fragmento de asdfasdf (2).doc
(sin concluir)Etiquetas: Literatura, Retales